Los preocupantes resultados del experimento Milgram

¿Aceptarías herir a alguien sin motivo y sin tener ningún tipo de relación previa? Cualquier persona sana, y espero que mis lectores lo sean, responderá con un rotundo no. Hacer daño a nuestros semejantes no es plato de buen gusto. Sin embargo, la historia nos muestra a personajes que, siendo aparentemente normales, han cometido terribles crímenes alegando que alguien con mayor autoridad se lo había ordenado.

Muchos criminales de guerra cuando eran juzgados, basaron su defensa en la obediencia debida. Los ordenamientos jurídicos occidentales no admiten la excusa de «mi jefe me obligó» cuando se cometen delitos flagrantes. No obstante, deberíamos preguntarnos hasta que punto seríamos capaces de rebelarnos ante alguien considerado superior cuando nos plantea realizar alguna acción que contraríe nuestros principios.

El psicólogo estadounidense Stanley Milgram se planteó esta cuestión y se propuso realizar un experimento que dilucidase esta cuestión. Ya os adelanto que las conclusiones no son nada tranquilizadoras.

Stanley Milgram

Stanley Milgram

Harvard Department of Psychology, CC BY-SA 4.0 https://creativecommons.org/licenses/by-sa/4.0, via Wikimedia Commons

Para ello publicó un anuncio solicitando voluntarios para un ensayo relativo al «estudio de la memoria y el aprendizaje». A los participantes se les pagaba 4 dólares (unos 30 a día de hoy) más dietas. No se les comunicó el verdadero motivo de la investigación, que no era otro que estudiar los límites de la obediencia. Se presentaron personas de entre 20 y 50 años, entre los que se encontraban desde gente que acababa de terminar la enseñanza secundaria a otros que ostentaban doctorados.

El experimento necesita de tres roles:

  • El experimentador; es decir, el investigador de la universidad.
  • El maestro; que era la persona que se había presentado voluntaria para el experimento.
  • El alumno. Este último era un colaborador del investigador que se hacía pasar por otro participante en el experimento.

Las instrucciones para el maestro consistían en hacer una serie de preguntas al alumno. Por cada pregunta fallada, el maestro administrará al alumno una descarga eléctrica que irá aumentando de 15 en 15 voltios hasta un máximo de 450.

El alumno se sentaba en una silla donde se le ataba y se le colocaban unos electrodos por los que supuestamente se le aplicaría la corriente eléctrica. Obviamente, al alumno no se le administraban descargas reales, sino que (sin que lo supiera el profesor) fingía el dolor.

El guión para el alumno era el siguiente: a medida que la intensidad de las descargas iba aumentando, el alumno se quejaba, aullaba de dolor y, al alcanzar los 270 voltios, gritaba agónicamente. Cuando, supuestamente, se alcanzaban los 300 voltios, el falso alumno dejaba de responder a las preguntas y fingía estar a punto de caer en coma.

El experimento se desarrolló así: al llegar a los 75 voltios, los maestros se ponían nerviosos ante las quejas de los alumnos y solicitaban terminar el experimento. La autoridad del experimentador les hacía continuar. Cuando se alcanzaban los 135 voltios, algunos maestros paraban y preguntaban cual era el propósito real del experimento. Algunos abandonaban en este punto, pero otros continuaban tras manifestar que no se hacían responsables de las consecuencias. Cuando algún maestro expresaba su deseo de abandonar el experimento, el experimentador exigía enérgicamente que continuara. Si el maestro se negaba a continuar, el experimento terminaba.

¿Cuantos participantes aplicaron la supuesta corriente de 450 voltios? No os lo vais a creer: el 65%. Y esto ocurrió aun cuando, como hemos visto, por encima de los 300 voltios, el supuesto alumno se desmayaría. Milgram había previsto que los participantes se plantarían al llegar a los 130 voltios.

¿Qué nos enseña esto? Os dejo la reflexión a vosotros.

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